
En ese fugaz momento al final de la jornada, o en el café solitario que disipa cualquier preocupación, busco en la mochila el cuaderno de viaje para plasmar el momento y ahí estoy yo, pinceles en mano, dejándome llenar por lo que vibra alrededor. Tal vez es más una necesidad de expresión que un ejercicio artístico rutinario, pero la verdad es que nunca es fácil dar la primera pincelada, y más cuando se trata de captar las primeras impresiones que se vienen a través de los sentidos, donde todo debe de ser espontaneidad y verdad.
Poco a poco el papel deja el inmaculado blanco original y se impregna de los matices otoñales que tanto me gustan: son los tonos dorados del atardecer y las noches claras de luna sobre los pinos donde el misterioso ambiente parece provenir de una leyenda de Bécquer.
Otras veces se trata de una mar de verdes ramas que se matizan de ocres como un feliz desafío para quien sea capaz de aceptar el reto de atrapar lo fugaz del momento. No hay que pintar con el cerebro sino con el corazón, porque es el que sabe de sentimientos sin los que de poco sirven los trazos carentes de vida, por muy perfectos y medidos que éstos sean.
Entre los silentes troncos o las ramas caídas en tierra, la luz del sol calienta lo justo sin llegar al sofocante calor de los meses pasados. Ahí es cuando renace la vida y el color que me acompañan desde que viera por primera vez el mundo un 27 de Septiembre, justo cuando el Otoño se estrena.

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