En muchas ocasiones he tenido la oportunidad de pronunciar diversas charlas y conferencias en asociaciones, hermandades o instituciones, bien sea por la necesidad de presentar algún trabajo en concreto o por atender invitaciones de cualquier índole, habitualmente relacionadas con el mundo de la restauración de bienes muebles.
Siempre es un placer poder compartir esos ratos rodeado de amigos y personas interesadas en la cultura que al final del acto se acercan a saludarte o a hacer alguna pregunta que yo procuro contestar de la mejor manera posible.
El diálogo es siempre una parte importante de los encuentros, porque enriquece y permite abrir un debate en el que aprendemos todos, y por otro lado he de confesar que
es un gran aliciente comprobar como tu profesión suscita algún tipo de interés. Eso, en un camino que se recorre en la mayoría de los casos de forma solitaria (son muchas las horas en el estudio con la única compañía de la obra), reconforta el alma de todo restaurador.
El privilegio que tiene dedicarse al arte en general es poder tratar de primera mano, en el caso de la restauración, la obra que el artista estuvo manipulando desde su creación hasta que nos la dejó como legado para nuestra generación y las venideras. ¡Qué suerte tenemos algunos!
Observando detenidamente al “paciente”, reconocemos momentos de prisa, incertidumbre o hasta los cambios de ánimo que tuvo su autor en el momento de realizarla. Una madera que no secó de la forma esperada, las dificultades de la talla o el complicado proceso de ejecución de un escorzo; todo ello aparece como un velo que se abre al paso de las horas de trabajo.
Lo que la obra le cuenta al restaurador jamás lo encontraremos en los libros de historia, y a mí me encanta compartirlo con todos los que se acercan a cualquiera de esas charlas.
Es la humanidad del artista frente a la divinidad del arte.
0 comentarios