Cada mes de abril, mis pasos se llenan de albero de feria, de algarabías de guitarra y de trotes de caballos. Algo que no puedo evitar porque la primavera, inevitablemente, se desborda en mi alma en cuánto abres la ventana.
Ya sé que mucho se habla de esa feria de antaño, en la que se podía recorrer sus efímeras calles sin tener que sortear a los miles de turistas que las pueblan a diario durante esa semana en la que Sevilla vive un sueño de piropos (siempre merecidos), pero supongo que en el fondo es también parte de su esencia, porque al fin y al cabo, siempre ha sido un escaparate en el que se exhiben vanidades y alegrías muchas veces ficticias, pero siempre deseadas.
Recuerdo la ilusión del lunes cuando “el alumbrao” descubría las puertas mismas de la gloria, y luego venían los días en los que nunca se dejaba de trabajar, pero había que compaginarlo con las copitas entre amigos o las sevillanas con palmas y voces acompasadas en cada esquina. Allí aprendí los primeros pasos bajo el cielo de farolillos de las casetas, como realmente se aprenden, sin necesidad de academias o vídeo-tutoriales.
Luego llegaba el fin de semana, cuándo se entregaba La Feria al mundo y pasaba de la mano de los sevillanos a ser de los visitantes que aprovechaban el fin de semana para visitarla.
La Feria de Abril vuelve a traernos la Sevilla de siempre, la que se conoce desde dentro y se lleva toda la vida en la retina y el corazón. Todo lo demás son visiones superficiales del universo de la ciudad.
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